viernes, 23 de septiembre de 2011

Días y noches de amor y guerra


Galeano,..... experto en acariciarte el alma con uñas afiladas....

Buenos Aires, octubre de 1975: Ella no se apagó nunca, aunque sabía que estaba condenada

1.
Nueve y media de la noche. El portero ya de haber desconectado el ascensor. En alguna parte se cierra una ventana. Lejos, cerca, suenan televisores y motores. Ladridos, voces humanas: alguien juega, alguien protesta. Llaman a comer, que se enfría; olores de frituras y carne a la plancha invaden, por el tragaluz, el aire espeso de humo de tabaco.
Pienso en Elda. Ya la internaron. La tienen dopada, para que no sufra o no sepa que sufre. Los médicos se cruzan de brazos: no hay nada que hacer. Debo ir al hospital. Me cuesta.
La última vez, Elda no me dijo:
- Cuando salga de esto ¿me vas a llevar a comer a tu casa? Tengo antojo de comida china y vino.
Hace unos cuantos días que Elda no me dice "cuando salga de esto", ni: "cuando me cure".
Antes pedía o prometía viajes al cine o a la playa o al Brasil, pero ahora no puede hablar y no dice eso ni nada.
Yo la conocí el día que desapareció Villar Araujo. Me asombraron los ojos que tenía, tan grandes y pestañudos y como venidos del dolor.
Después nos seguimos viendo.
-¿De donde sacaste tanta dulzura?
-Cuando yo era chica me daban mucha remolacha. En Chivilcoy, ¿conocés?.
Nos encontrábamos en el Tolón o en el Ramos.

2.
El mal le había mordido el pecho cuando tenía dieciséis años. Llevaba ocho años peleando y parecía invicta, pero el cuerpo había sido ferozmente castigado por el cobalto y las operaciones y los errores de los médicos. No hablaba del asunto, o hablaba poco. había aprendido a entenderse con su maldición y no se mentía: guardaba su historia clínica en el ropero.
Cuando la vi en la casa, antes de que la internaran, ya no podía hablar, porque el pecho le saltaba, enloquecido, con cada palabra: bebía un sorbo de agua y agitaba la mano pidiendo la máscara de oxígeno. En torno a la cama había parientes y amigos que yo no conocía. Elda estaba muy p-alida, tenía la frente húmeda, el rostro yacía sobre la almohada con el cuello inclinado y el pelo abierto en la frente. Había sol afuera y la luz de la tarde entraba a través de las cortinas. El camisón azul le quedaba muy bien y se lo dije. Ella sonrió, triste, y entonces me acerqué y le vi los primeros signos de la muerte en la cara. Se le había afilado la nariz y la piel estaba un poco apretada contra las encías. La mirada, sin brillo, se perdía en el vacío; algún destello fugaz le atravesaba las pupilas cuando espantaba con la mano enemigos, o nubes, o moscas. Los labios estaban fríos.

3.
Una vez me había contado un sueño que le perseguía de chica. El subte se salía de las vías y avanzaba, aplastando gente, por la plataforma. Ella estaba allí y el subte se le venía encima. Conseguía eludirlo, corriendo, y subía las escaleras a los saltos. Salía al aire libre, feliz de haberse salvado. Entonces se daba cuenta, de golpe, de que se había dejado alguna cosa olvidad allá abajo. Era preciso volver bajo tierra.

4.
Llego al hospital. Hay un mundo de gente. Algunos lloran. Pregunto por Elda. Me abren la puerta para que me asome y la vea. Tiene puesto el camisón azul, pero le ha cambiado el color de la piel y está toda acribillada de agujas y de sondas. Tiene un tubo en la boca. Por la boca le sale un hilo de sangre. El cuerpo se agita en convulsiones violentas, a pesar del bombardeo de los somníferos y calmantes.
Pienso que Dios no tiene el derecho de hacer una cosa así. Después no pienso un carajo. Bajo las escaleras, sonámbolo y a los tumobs. Escucho la voz de la amiga íntima de Elda que dice mi nombre. Nos quedamos un largo rato parados frente a frente, silenciosos, mirándonos. Entra y sale gente por la puerta del hospital.
Y ella dice:
-Aquel domingo...... ¿Te acordás?
No ha pasado un siglo. Apenas diez días o un par de semanas. Elda ya no podía levantarse de la cama. Poco a poco se le iban muriendo los pulmones. Ya no respiraba: jadeaba. Me pidió que la sacara de allí. Era un disparate, pero nadie se opuso. La vistieron, la peinaron. A duras penas llegamos hasta un taxi. Caminábamos a pasitos cortos con treguas cada metro o metro y medio. Ella se ahogaba; yo la sostenía por el brazo para que no se cayera. Le propuse teatro o cine. Quiso venir a mi casa. Aquella noche de domingo Elda tuvo tres pulmones. A la madrugada me hizo una guiñada y pudo decirme, sonriendo: "Hice un pacto con el Diablo".
Y ahora su mejor amiga me dice:
- Quiero que sepas lo que me dijo cuando volvió. Cuando volvió a la casa, me dijo: "El Diablo prometió y cumplió".

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